El pastor que entendía a los animales
No sé si será verdad, pero cuentan que había una vez un pastor que entendía todo lo que hablaban los animales. ¿Que cómo era posible? Pues veréis lo que pasó.
Se trataba de un muchacho que ya tenía novia para casarse, pero lo que no tenía era con qué. Vamos, que era más pobre que las ratas. El muchacho llevaba no sé cuánto tiempo buscando trabajo, pero el único trabajo que tenía era el de buscarlo.
Total, que un día cogió el petate y le dijo a su novia:
-Adiós, Frasquita, que me voy. Y que no vuelvo hasta que podamos casarnos. Tú ahorra lo que puedas, que yo haré lo mismo.
El bueno de Frasco (que así se llamaba el pastor para no ser menos que su novia), se puso a andar por un camino, hasta que llegó a una casa de campo y preguntó si le podían ocupar en algo. Mira por dónde el cabrero que allí tenían acababa de marcharse a la mili y dijo el dueño:
-¿Tú te entiendes con las cabras?
-Cómo no, si son mis amigas de toda la vida.
(Hay que ver la cara que le echó Frasco al asunto).
-Bueno, pues ahí las tienes. Pero no me ha dicho cuánto me va a pagar.
-Hasta que vea si vales o no vales, una peseta al día.
-¿Una peseta? ¡Pobre Frasquita!
-¿Cómo dices?
-No, nada, que es usted muy generoso.
¡Que remedio, si lo que hay es lo que hay!
Andaba ya nuestro pastor por el monte con sus cabras, calculando cómo emplear su peseta en cuatro reales: uno para pan, otro para sardinas, otro para fruta y otro para la hucha, cuando vino a declararse un incendio en unas zarzas. Acudió corriendo y con unas ramas de lentisco se puso a golpear las llamas, con todas sus fuerzas, hasta que extinguió el fuego.
Sudando estaba la gota gorda, cuando de pronto oyó un silbidito. Miró en todas direcciones, y otro silbidito. Al fin, se percató de que venía de arriba: era una víbora que estaba en lo alto de una encina, medio muerta a causa de las llamas, las cuales habían estado a punto de devorarla. El pastor sintió lástima de ella y, aunque era una víbora, se propuso salvarla. Cogió una caña larga de un arroyo, se la acercó y el animal, con las últimas fuerzas que le quedaban, se enroscó en ella. Así, el muchacho pudo llevar la víbora hasta el arroyo, refrescarla en el lodo y ponerla a la sombra un ratito, hasta que la otra se reanimó.
Que sorpresa no se llevaría Frasco cuando la víbora le dijo:
-Pastorcito, pastorcito, que eres más bueno que el pan. Por habernos salvado la vida, a mí y a esta dehesa donde vivimos tantos animales, te concedo el don que me pidas.
-No puedo creerlo, viborita -dijo Frasco, cuando se repuso del susto.
-Tal como oyes.
-Pues entonces quiero....
Ahora vais a creer que le pidió mucho dinero para casarse. Pero estáis muy equivocados, porque Frasco comprendió que aquélla era una ocasión maravillosa. Y ni corto ni perezoso dijo:
-Quiero el don de entender el lenguaje de todos los animales.
-¡Eso sí que no! No me pidas éso, por lo que más quieras!
-¿Pues no me habías dicho que cualquier cosa?
-Sí, pero ésa tiene mucho peligro.
-¿Por qué?
-Porque si algún día se te ocurre contárselo a alguien, morirás de inmediato.
-¡Ah!, entonces no me importa, porque no pienso contárselo a nadie.
-Esta bien. Allá tú -dijo, resignada, la víbora-. Ahora agáchate y no temas por lo que te voy a hacer.
El muchacho obedeció y entonces la víbora le acercó su lenguita a los oídos y se los lamió.
Frasco empezó a reírse porque le hacía conquillas.
-Ya está -dijo la víbora. Ahora entenderás a todos los animales. Adiós, pastorcito. Y al momento desapareció entre unas jaras.
Bueno, pues, efectivamente, cuando Frasco volvió junto a las cabras entendió lo que éstas estaban murmurando:
-¡Hay que ver, dejarnos solas, para que hubiera venido el lobo!
-Eso, y parecía tan formal -decía otra.
-No os preocupéis, que ya no os dejaré más.
Las cabras abrieron mucho los ojos y se callaron.
Luego estaba el pastor echándose la siesta, cuando oyó a dos cuervos parlotear:
-¡El pobre muchacho! ¡Si supiera que debajo mismo de donde él está hay un tesoro!
El pastor pegó un brinco y se puso a escarbar, venga a escarbar.
Al ratito dio con un cofre que estaba lleno de monedas de oro. Se las echó al zurrón y dijo:
-¡Ea, cabritas, rápido al corral! Y que mañana os saque vuestro amo. ¡Así se ahorra la peseta!
Volvió el muchacho a su pueblo y hubo boda por todo lo alto, del Fresquito con la Fresquita, que estaba la mar de contenta, aunque no entendía de dónde había salido tanto dinero, ni Frasco soltaba prenda.
Bueno, pues pusieron una hacienda muy hermosa, y un día estaba el hombre escuchando hablar al buey con el burro. Le decía éste al primero:
-Anda y no seas tonto. Mañana cuando el amo venga a uncirte el arado, le embistes. Ya verás cómo así te deja tranquilo.
Entonces Frasco a quien unció al día siguiente fue al burro, y lo tuvo todo el día ara que te ara.
Por la noche le dijo el buey al de los rebuznos:
-¡Hombre, no parece sino que el amo nos hubiera escuchado, porque ni siquiera vino a por mí! ¿No tendrías más consejos que darme?
Y el amo, que los estaba escuchando, no pudo evitarlo y se echó a reír con toda su alma. Pero con tan mala suerte que lo escuchó Frasquita:
-Ahora mismo me dicer por qué te reías tú solo y qué está pasando aquí.
-Pero, mujer, no me hagas caso. Si es que me estoy volviendo majareta.
Pero nada, la mujer insistió en que ya no se tenían confianza y que se estaba riendo de ella. Total, que el marido le prometió contárselo todo al días siguiente.
Se levantó el pobre muy triste aquella mañana y escuchó al perro que le decía al gallo:
-Hombre, hoy no se te ocurra cantar, porque pronto estaremos de luto.
-¿Y eso?- preguntó el gallo. Entonces el perro le contó lo que pasaba. Y dijo el gallo:
-Pues que aprenda el amo de mí. Que tengo catorce mujeres y es porque cada vez que alguna se me pone flamenca, le pego un picotazo.
¡Conque él que sólo tiene una!
Aquello a Frasco le dio una idea. Y le dijo a su mujer:
-Mira, Frasquita, te lo puedo contar todo, pero con una condición.
-¿Cuál?
-Que tengo que darte una paliza mientras te lo cuento.
Ya iba a cumplirlo, cuando Frasquita le dijo:
-¡Bueno, hombre, tampoco es para tanto! Si yo era por curiosidad, simple curiosidad. Que si es por mí, ya puedes reírte hasta partirte por la mitad.
Y colorín, colorado, este animalesco cuento se ha acabado.