Ratón de campo y ratón de ciudad
Erase que se era un ratoncito campesino cuyos días transcurrían siempre igual. Se levantaba con el sol y se acostaba al atardecer. No comía muy bien, vestía regular, apañando lo que bien podía, pero tampoco puede decirse que viviera mal.
Y así estaban sus días, un tanto monótonos hasta que una mañana, al abrir su buzón, encontró una carta. Con sólo verla, el ratoncito de campo ya se emocionó. Puede que fuera la primera carte que recibía en su vida, a juzgar por el temblor de sus dedos mientras rompía el sobre. Antes de leer la misiva, buscó la firma. Decía "Cosme" con un montón de garabatos debajo del nombre.
-¡El primo Cosme se acuerda al fin de mí! -exclamó. Y se sintió muy confortado de que alguien se acordase de él.
El primo Cosme hacía algunas semanas que, aburrido de la vida monótona del campo, se había ido a vivir a la ciudad. Le decía que vivía muy bien y había encontrado una casa ideal.
A los dos días, le llegó una segunda carta y en un par de semanas tres más. Hablaba y hablaba de las maravillas de la ciudad.
Le contaba de una cosa llamada tren que por lo visto corría mucho y donde podía uno ir a lugares lejanos como un señorón y de otras cosas realmente sorprendentes. De lujos y comodidades....
Tanto se le calentaron los cascos al campesino que decidió marcharse él también a vivir a lugar tan ideal.
Despues de todo, Cosme estaba deseando y así se lo hacía saber.
Ni corto ni perezoso, Rufo, que así se llamaba nuestro ratoncito, recogió sus ropas, hizo con ellas un hatillo, lo colgó de su cayado, para mayor comodidad durante el viaje y allá que se fué, vestido con su mejor traje. El se veía como todo un señorón, aunque en realidad se le viera bastante el pelo de la aldea. Se había lavado la cara a conciencia y tenía otro olor.
¡Uf..! ¡Qué lejos estaba la ciudad! El pobre Rufo jamás hubiera creído, de no verlo, que el mundo fuera tan grande. ¡Qué inmensidad! ¡La de campos y caminos que hubo de atravesar...! Al fin, con ampollas en las plantas de los pies, llegó.
¡Qué impresionante era la ciudad! ¡Qué bonita! Aunque la verdad, daba un poco de miedo, con aquellas casas tan altas que no parecía sino que se le fueran a venir a uno encima. Y luego, que en realidad, resultaba extraña con sus mil ruidos tan estremecedores que los oídos le iban a estallar.
O al menos, así se lo parecía. Pues ¿y aquellos monstruos veloces que en nada se parecían a los chirriantes carros de su pueblo?
-¡Que locura! -se decía-. ¡Que locura!. Pero tendré que acostrumbrarme porque Cosme asegura que esto es lo mejos, que esto es vivir.
En aquel momento, un mastedonte de ruedas....¡Oh!. Había estado a punto de ser aplastado por un artefacto de cuatro ruedas y del susto se quedó blanco y sin habla.
¡Pues sí que lo que estaba viendo tenía mucho parecido con lo que Cosme le contaba en sus cartas!
Mareado, sudoroso, tuvo que buscar asiento allá donde pudo y librarse por un rato del hatillo....
Se limpió el abundante sudor que le caía por la frente y cuando se levantó, aunque aturdido por el ruido, había recuperado unas pocas de energías. Y le faltaba todavía encontrar la casa donde vivía su primo Cosme. Menos mal que le había enviado un plano muy detallado del lugar donde se encontraba y con explicaciones para poder llegar hasta allí.
Por cierto, que, una ver junto a Cosme, en su hogar lleno de maravillas y comodidades, podría descansar a placer. Pero, ¿cómo sabría su primo que ya estaba allí? Empezó a estudiar aquella puerta y, como viera una gran anilla, tiró con todas sus fuerzas. ¡Pobrecillo! Se encontró colgado de ella, por los aires y con un zumbido en la cabeza que casi se la hizo estallar. Pero la puerta se abrió y una señora dijo:
-¡Que raro! No veo a nadie... Algún gracioso con ganas de molestar...
Naturalmente, no había mirado hacia abajo. Por cierto, como Cosme debía de haber estado al acecho, puesto que le aguardaba, tiró de Rufo haciéndose pasar por una blanda alfombra donde a éste se le hundian las patitas.
Tanta blandura le inquietó.
Cosme susurró para el pobre paleto, con ánimo de cofortarle, porque su cara era todo un poema:
-¡No pongas esa cara hombre, que lo bueno viene ahora ya verás!
Rufo ya no estaba seguro de nada. Al mirar en torno y ver tanto lujo, se animó, ya que Cosme, después de todo, sabía más que él. Sabía tanto....
-Ya hemos llegado a mis tranquilos dominios -anunció éste, mirando a su primo para ver la cara que ponía ante tanta maravilla.
Rufo estaba turulando ante aquel esplendor.
En cuanto a su primo, daba gusto verle, tan atilado y peripuesto que parecía un caballero de postín. ¡Ver para creer! Mientras estuvo en el pueblo siempre vistió de harapos y jamás supo de qué color tenía la cara porque nunca se la lavó.
A la vista de los exquisitos manjares, gritó:
-¡Corcholis! ¿Qué es todo esto? ¡Que banquete!
-¿No te lo decía yo? ¡Esto es vida, primo!
-Oye, ¿qué es eso del Roquefort que tanto alababas en tus cartas?
-¡Ahora mismo sabrás lo que es el Roquefort! -Y le ayudó a trepar por el palo de la escoba, para encaramarse sobre la mesa. Ya bien acomodados, llegó el hartazgo.
El pobre Rufo hablaba con la boca llena; no se le ocurría dejar de darle a las mandíbulas.
De pronto, lo que estaba comiendo se le atascó en la garganta.
Había entrado la cocinera y, como mirase intrigada en todas direcciónes, los dos tragones echaron a correr desatinados en busca de refugio. Lo malo era lo mucho que la panza pesaba luego del fenomenal atracón.
La mujer empezó a rezongar, mientras se apoderaba de una escoba y daba golpes con ella a diestro y siniestro:
-¡Malditos ratones! No voy a dejar ni uno....
Por suerte para los ratoncillos, la cocinera era medio cegata y todo hay que decirlo, daba golpes de ciego.
Cosme llevaba muy bien el ataque, sorteando la escoba pero el pobre Rufo se veía muerto a cada instante. No tenía costumbre de estas guerras. Menos mal que su primo Cosme se estaba portando muy bien, llevándole de la mano, aunque a trompicones y salvándolo de los mortales escobazos de la cocinera. Al mismo tiempo, le animaba mucho.
-¡Esto no es nada! -le aseguró-. ¡Ya verás!
¿Nada? Se asombraba Rufo. ¿A qué le llamaría su primo nada? Y, a qué le llamaría Algo?
En fín, que el ratoncito campesino no auguraba nada bueno para su pobre corazón, que, de susto en susto, le iba con el ruido de las viejas locomotoras.
Tras unos cuantos escobazos más en los lugares más insospechados, la cocinera devolvió el arma a su lugar de descanso. Luego se fue y así renació la calma, especialmente cuando el corazón de Rufo dejó de golpetearle el pecho. Y además, siempre atento y confortador, Cosme le explicaba:
-Esto no tiene importancia, ya lo verás. Pero, ¿Por qué tienes tan mala cara?
-No estoy hecho para guerras ni regateos de fulbolistas; no el lo mío primo.
-¡Te acostumbrarás, chico y hasta encontrarás natural y divertido darle en las narices a esa mujer, que no puede con nosotros! ¡Hala, levanta el ánimo!
-Ya..ya lo empujo para levantarlo -aseguró Rufo.
-Mira debes comprender que la aristocracia y el lujo, que ahora es lo nuestro, tienen sus pequeños inconvenientes, pero no es nada serio, como irás viendo.
-Sí, lo comprendo primo; eres muy amable realmente y no sé como darte las gracias por cuanto haces por la familia. En fin, puede que me acostumbre a los escobazos de esa mujer...
-¡Seguro! Y ahora, a proseguir con el banquetazo. ¡Somos los amos y a vivir como reyes!
¿Estaría en lo cierto el elegante ratoncito?
¡Pobre ilusos! El más feroz enemigo de los de su especie, el gato Satán de afiladas garras, temerosos dientes, mostachos terribles y finísimo olfato para descubrir la pista dejada por los ratones por su especial olorcillo, andaba siempre al acecho y tenía justa fama de ser uno de los mejores cazadores de toda la ciudad.
En la parte regia del atracón que se estaba dando la pareja de parientes, apareció Satán. ¡Adiós festejo!
Se escuchó en primer lugar un maullido estremecedor y Cosme, el valiente, el héroe, fue el primero en gritar, mientras trataba de escabullirse.
-¡Sálvese quien pueda! ¡Satán no tiene clemencia para nosotros!
Como locos, cada cual a su modo, empezaron a zigzaguear en un continuo ir y venir. Por suerte, Rufo divisó a Cosme entrando en un agujero y entendió dónde debía guarecerse y allá que fue. El agujero era muy estrecho y por él no entraba la zarpa peligrosísima del gato.
Pasado el peligro, Rufo hizo su hatillo y se despidió con estas palabras:
-Querido primo, dejo para ti los lujos, regalos y aristocracias de la ciudad...
-¿Qué esás diciendo, primo Rufo?
-Que me vuelvo a mi pueblo, esa tranquila aldea donde siempre fui feliz, conforme con mi humildad.